Ya sé que la luna es un desierto de soledad blanca, una isla de polvo en desamparo. un camposanto de volcanes que atisban con sus órbitas sin ojos: la estática derrota de la senil materia perpetuada. (Lo dicen los intrépidos que han pisado su rostro.) Sin embargo, cuando la miro y la admiro en completa desnudez subiendo en el espacio como tatuado espejo que esparce su luz ciega, descubro que no ha muerto y vuelvo a creer en ella: en su candor de niño, en su pálido silencio, en su fulgor de cocaína y en la eternidad de su belleza sin tiempo.