Ya sé que la luna
es un desierto de soledad blanca,
una isla de polvo en desamparo.
un camposanto de volcanes
que atisban
con sus órbitas sin ojos:
la estática derrota
de la senil materia perpetuada.
(Lo dicen los intrépidos
que han pisado su rostro.)
Sin embargo, cuando la miro
y la admiro en completa desnudez
subiendo en el espacio
como tatuado espejo
que esparce su luz ciega,
descubro que no ha muerto
y vuelvo a creer en ella:
en su candor de niño,
en su pálido silencio,
en su fulgor de cocaína
y en la eternidad
de su belleza sin tiempo.
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