Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una cada de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y en seguida se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblo marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto mientras leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve sobre los que pasaba levemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, brotaba un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos arañas eléctricas. Bradbury, Ray. Crónicas marcianas . Planeta, Barcelona, España, 2008. Un ...