Las tardes luminosas y quietas ni empezaron ahí ni se terminaron con su muerte. No sé cuántas tardes así puede uno presenciar a lo largo de una vida. A mí me parece que me tocaron muchas. Pero yo estaba como esperándolas siempre. A lo mejor por eso. Me gustan tanto. De las mañanas no tengo ninguna conciencia, pero las tardes así me ayudan a seguir viviendo. A vivir sin miedo más bien. No he logrado nunca acordarme de la primera. Porque la segunda ya fue reconocible. Estalló en mi conciencia como algo ya vivido. Quizá fue entonces cuando me dije que me gustaban, pero esto convencido de que ya la había vivido antes.
Tal vez se deba a la luz, o sea una calma especial lo que las hace luminosas, el hecho es que los objetos pierden fronteras y las personas se funden en una misma energía. Los sonidos se condensan en un solo existir y con el pavimento de la calle es el mundo (como se habrá notado, soy esencialmente urbano). Y todo resulta válido, congruente. A veces la arruga e la camisa del tipo que se sienta frente a mí en el autobús, o la esquina rota, el nombre de una tienda o el deslizante medio monstruoso de un auto. La gente no es fea ni bonita y no hay buenos ni malos ni una sociedad que oprime. Es una sola realidad abrumadoramente presente y nuestra que me azota la existencia en tardes así. Tardes en que me gustaría saber todo sobre las mariposas.
Puga, María Luisa. Accidentes. Martín Casillas Editores, México, 1981, págs. 153-154
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