Alma mía, recuerda el objeto que vimos
esta mañana hermosa:
al torcer un sendero, una carroña infame
en tierra pedregosa.
Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
rezumando veneno
entreabría su vientre de una manera cínica,
de emanaciones lleno.
El sol iluminaba aquella podredumbre
para cocerla a punto,
y devolver así a la naturaleza
cuanto le dijera junto.
El cielo contempla esa inmensa carroña
como malsana flor.
Creíste desmayarte y caer en la hierba,
tan fuerte era su hedor.
Y las moscas zumbaban sobre el pútrido vientre,
en negros batallones,
las larvas se extendían como un líquido denso
por los sucios jirones.
Todo aquello movíase como un negro oleaje
que rompía crujiendo;
dijérase que el cuerpo, lleno de un viejo soplo,
movíase viviendo.
Todo, en torno, sonaba como una extraña música,
como agua en el sendero
o el grano que, en continuo ritmo, el acechador
revuelven en el harnero.
Se borraban las formas, que eran sólo un recuerdo,
un esbozo iniciado
como cuando el artista, recordando lo visto,
deja el cuadro esbozado.
Por detrás de unas rocas una perra excitada
miraba tercamente,
acechando el momento de lanzarse a su presa
para hincarle su diente.
-¡Y pensar que tú eres igual que esa carroña,
que esa horrible infección,
estrella de mis ojos, sol de mi noche oscura,
tú, mi ángel, mi pasión!
Sí, tal habrás de ser, ¡oh reina de mis gracias!
tras mis últimos besos,
cuando bajo la hierba florida y lujuriante
se deshagan tus huesos.
¡Entonces, oh mi hermosa, diles a los gusanos
que devoran tus restos,
que yo guardé la forma y la esencia divina
de mis amores descompuestos!
esta mañana hermosa:
al torcer un sendero, una carroña infame
en tierra pedregosa.
Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
rezumando veneno
entreabría su vientre de una manera cínica,
de emanaciones lleno.
El sol iluminaba aquella podredumbre
para cocerla a punto,
y devolver así a la naturaleza
cuanto le dijera junto.
El cielo contempla esa inmensa carroña
como malsana flor.
Creíste desmayarte y caer en la hierba,
tan fuerte era su hedor.
Y las moscas zumbaban sobre el pútrido vientre,
en negros batallones,
las larvas se extendían como un líquido denso
por los sucios jirones.
Todo aquello movíase como un negro oleaje
que rompía crujiendo;
dijérase que el cuerpo, lleno de un viejo soplo,
movíase viviendo.
Todo, en torno, sonaba como una extraña música,
como agua en el sendero
o el grano que, en continuo ritmo, el acechador
revuelven en el harnero.
Se borraban las formas, que eran sólo un recuerdo,
un esbozo iniciado
como cuando el artista, recordando lo visto,
deja el cuadro esbozado.
Por detrás de unas rocas una perra excitada
miraba tercamente,
acechando el momento de lanzarse a su presa
para hincarle su diente.
-¡Y pensar que tú eres igual que esa carroña,
que esa horrible infección,
estrella de mis ojos, sol de mi noche oscura,
tú, mi ángel, mi pasión!
Sí, tal habrás de ser, ¡oh reina de mis gracias!
tras mis últimos besos,
cuando bajo la hierba florida y lujuriante
se deshagan tus huesos.
¡Entonces, oh mi hermosa, diles a los gusanos
que devoran tus restos,
que yo guardé la forma y la esencia divina
de mis amores descompuestos!
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